5 de diciembre de 2011

El rumor


Por eso cuando llegó el rumor quedó petrificado, supo en ese instante que sus pesadillas se hacían tan reales como los sueños de mediodía. La invasión llegó montada en un ruido que llenó las cabezas. Al principio tenue, una molestia del tímpano, un tapón de cera acumulada, detrito humano concentrado en los bucles laberínticos del oído. Pero sabíamos que era la invasión, lo presentíamos más allá de la intuición de una enfermedad. 

Al segundo día el rumor se hizo extensible y apreciable en el exterior de los cuerpos. También se hizo público, se comentó entre los ciudadanos y se pensó en una epidemia. Por la tarde se hizo insoportable y cuando llegó la noche las calles se llenaron de enfermos de rumor pidiendo ayuda para matar el grillo dentro de sus cerebros. Los sordos oyeron entre sus sienes el rumor, un único sonido en su vida y era mortal. 

Al despunte del alba el rumor se tornó ruido. Un ruido de trompetas, de sirenas antiaéreas; de guerras lejanas aunque alojadas en el recuerdo colectivo. El miedo se palpaba aleado con la ansiedad, las bandadas de pájaros se alejaban de la ciudad, los gatos huían en estampida, los gorriones caían al suelo fulminados por la entrada del ruido en sus diminutas testas.

El ruido mutó a divino. Una cadencia constante tan poderosa que cualquiera se sentía rata, insecto o microbio, pústula o costilla de perro disecado. Lloraban las almas pidiendo clemencia y perdón mientras la vibrante cuerda del ruido se tensaba en el cielo.  Podrían matarnos con un simple virus, una explosión atómica, una hecatombe solar pero fue el rumor. 


Aparecieron como espectros, andando tranquilamente, sin temor alguno, por entre los enfermos de ruido. Sin duda eran superiores pues el sonido constante no les afectaba. Nos contemplaron como quien mira un cuadro, acercaban sus caras enmascaradas a los niños, sin tocarlos, estudiando los efectos del ruido en sus rostros. Para ellos éramos menos que mierda, éramos dignos de estudio preliminar, descartables, una vez que la invasión concluyera.

Empezaron a deshacerse de todo lo amortizado por los humanos, obreros especializados ausentes a nosotros, que moríamos de ruido. Gritábamos, nos retorcíamos como endemoniados en el suelo, llorábamos, y nos arrancábamos el cabello.

 Los suicidas empezaron a caer de los edificios como lluvia de carne mientras ellos, sordos, desmantelaban nuestra civilización.

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