Kepler 99 o una extraña forma de amar
Cuando terminó el mes número once en Kepler 99, matamos a Sepúlveda, el mantenedor.
¿Cómo, si no, podríamos disfrutar de un placer tan inmenso? Sepúlveda no conectaba con 99, y 99 es celoso. Más de lo que puedan imaginar.
La verdad es que todo fueron buenas palabras. Llegamos menos de los que partimos, pero las bajas no parecían importarle a nadie. El exobiólogo, que se había tocado las narices durante toda la misión, charlaba con los periodistas, desgranando detalles con soltura mientras daba pequeños sorbos a la bebida reconstituyente. Yo solo quería tranquilidad. Armenia parecía inquieta; con un discreto pellizco en el brazo me hizo saber que no tardaría en irse.
Las sesiones sexuales con Armenia comenzaron como un mero desahogo al aburrimiento y terminaron convirtiéndose en una búsqueda fractal, indefinida y perversa, entre las aguas de 99. Mientras lo hacíamos, nos fundíamos con 99. Y 99, sin sistema nervioso ni vida propia, se comportaba como un amante más en esta peculiar "cuestión de tres", entrando y saliendo de nuestras cabezas en trombas verdosas, enlazando nuestros cuerpos, conectando los sentidos, dejando nuestros cuerpos separados por una fina película de agua de pantano que al instante desaparecía.
Exhausta, Armenia me miraba al terminar. Al poco, solicitaba un nuevo encuentro. Dejaba vagar sus hermosos ojos más allá de la cristalera, buscando a lo lejos una ola esmeralda que se la tragara entera.
Fue entonces cuando noté algo extraño. La estancia comenzaba a llenarse de agua, poco a poco. Conforme subía el nivel, la realidad se volvía más espesa, más turbia. Todos parecíamos envueltos en una atmósfera viscosa. Cuando el agua llegó al borde de mi cabeza, decidí marcharme. Antes de cruzar las puertas, nuestras miradas se cruzaron. Los tres sentimos lo mismo. Aún pude seguir las pupilas asustadizas de Kaplan, que parecían querer escapar del corro de reporteros.
Kepler 99 era —y aún lo es— un planeta aburrido en lo visual, sin un ápice de tierra donde posar los pies. El agua cubre un fondo abisal que parece llegar hasta el núcleo mismo de aquella bola verde-azulada, orbitante de una estrella moribunda, justo a la distancia necesaria para mantener el H₂O en estado líquido. Estuvimos flotando allí durante un año terrestre y, por increíble que parezca, en aquel matraz de sopa cálida, donde la vida debería desbordarse, tan solo hallamos un plancton primitivo.
Faltan un par de días para reunirme con mi esposa e hijas. Curiosamente, no he recibido llamada alguna de ellas. Me someto a los controles médicos con estoica tranquilidad. La sensación de irrealidad no me abandona. El agua de la fantasía me acompaña. Intento con todas mis fuerzas ocultar este pensamiento a los psicólogos. Lo consigo, pero no sé por cuánto tiempo podré seguir escondiéndolo una vez me reencuentre con mi familia.
El exobiólogo Tomás Kaplan lo entendía bien. Tenía a 99 solo para él. Tomás es un onanista recalcitrante, un asocial que rara vez estaría de acuerdo con otro miembro del rebaño humano... salvo en lo de asesinar a otro ser humano. Una pena para Tomás, pues Sepúlveda no lo era. Lo descubrimos cuando el machete le destrozó las vísceras y el líquido refrigerante nos salpicó las manos. Resultó ser un amigo de las Corporaciones, un espía.
Todos reímos entonces.
Creo —y ahora que lo escribo estoy seguro— que no permitirá que nos alejemos de él. Inundará nuestras mentes de agua verde.
Sin duda, 99 es un buen amante.
Un texto fruto de la neurosis kafka. Creo que este nuevo hijo que nos expone se muestra arido de ideas y cultivado en artificios. Pese a esto creo que es una muestra más de alguien inquieto en el dificil mundo kafka.
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