El autobús que lleva a la capital de la
provincia se va perdiendo en el camino de tierra. Ya solo es un puntito ocre,
los últimos rayos de sol refractan en sus cristales antes de doblar el camino.
El cielo se llena de naranja, si levantas la nariz buscando la brisa se puede
oler el salitre del mar.
No está en
ningún lugar conocido, es un pueblo de paso donde los veraneantes no paran
nunca. Campos de sandías,
melones y vides secas ahora, ven pasar la flecha color orín desteñido de la
compañía de autobuses “los Amarillos” con parada en las afueras del pueblo.
Ángela se
queda allí nunca mira atrás aunque le gustaría, puede que alguna vez, cuando decida montarse en el autobús
de los Amarillos por última vez una mano le toque el
hombro; la imagina fría como el espacio pero si se posara en ella el tiempo
suficiente se tornaría calida como una estrella tanto como el sol, solo sería
cuestión de tiempo que los genes hermanos se reconocieran unos a otros.
“Quédate Ángela. He venido por ti, no te subas
a ese autobús” Sería la voz en su imaginación. Y ella no lo haría le daría un
abrazo fuerte y mientras durase el contacto con sus cuerpos la información de
tantas cosas que hay allá arriba le llegaría aleada con el amor a su padre.
La tarde torna a noche y regresa a su casa
encalada. La televisión apenas consigue sintonizar uno de los dos canales, el
otro cuando las ondas del mar lo permiten y manejando la antena, se deja ver de vez en cuando, a ella solo le interesa el de los domingos como hoy. La
cena escasa da paso a las noticias y el rondón de las marismas; dos victimas se
suman al merodeador que descuartiza a los que se topen con él. A los cuerpos le
faltan trozos de carne como si hubiesen sido fileteados para su consumo, se
habla de canibalismo y ritos satánicos por otra parte muy comunes según los
supersticiosos en esta zona de viento de Levante que trastoca las cabezas.
Suena la madera de la puerta, una llamada
de noche y Ángela abre sin miedo. Es Segundín el guardes de la finca donde se la deja
malvivir, para este y Rosario su esposa, Ángela es como una hija, hace mucho
tiempo que dejaron de esperar descendencia.
Un vistazo para comprobar que todo está
correcto, apenas hablan, Ángela es de pocas palabras.
“Atranca bien la puerta Ángela” la voz de
Segundín se agrava. Ángela espera que se marche y con cuidado deja el portón
entreabierto “por si viene”.
El hombre de las barbas tras la pantalla
empieza su programa favorito hablando de civilizaciones perdidas y barcos en el
cielo cuajados de luces. Muestra manuscritos, objetos imposibles fuera de su
tiempo, rocas que lloran cuando se unen en círculos; ella se bebe toda la
información esperando alguna señal que le indique que está de nuevo aquí.
“No hicimos bien. No, no lo hicimos,
recogiendo a esa criatura” masculla Segundín ante su mujer. “Está loca, esa chica,
esta como una cabra. Somos viejos Rosario, no vamos a durar toda la vida y no
sé que será de ella cuando no estemos. Allí estaba viendo en la televisión sus
cosas. Ya sabes”. “Déjala marido, es trabajadora y buena persona, se que
estudia por las noches y va al nocturno de San Lucas, la he visto llegar en los
Amarillos, bueno, la verdad es que me lo ha contado. Está loca pero no es
tonta. Ven aquí Segundín que te achuche”, el guardes se deja abrazar por
Rosario, “Dios nos ha dado esta oportunidad es pronto, hay que esperar unos
años”
Los terrones secos de barro se escurren entre
las rejas de goma de las cangrejeras y la radio colgada del asno desgrana, como
la tierra en los zapatos, las noticias de “los crímenes de las marismas” uno a
uno con toda clase de detalles escabrosos. Las victimas se desparraman a lo largo del litoral, en un círculo
que encierra a cinco pueblos. En total seis muertos en dos veranos.
Ángela se sube la falda hasta las rodillas,
las piernas están llenas de arañazos de arbustos secos y se las enjuaga con el
agua de la alberca, después se lo piensa mejor, se quita el vestido y las
bragas y se mete de golpe en el agua tibia que le llega por la cintura. Inclina
la cabeza hacia atrás y durante un instante puede ver la luna en un día de sol
de agosto.
El hombre se acerca sin disimulo, la cabellera
blanca y el rostro moreno, las chicharras se callan en el
momento de su máxima actividad reproductora. Desde la alberca Ángela asoma los
ojos por el poyete encallado. La figura del hombre se recorta en silueta a sus
pasos una estática, un bramido eléctrico que solo se aprecia dentro de las
cabezas, distorsiona el aire en volutas de movimiento; “es como si la realidad
fuese un lienzo y alguien desde atrás lo moviera” pensó Ángela por otra parte
tranquila, este es un acontecimiento que esperaba desde hace años.
“¿Vienes a comerme o llevarme?”.
A falta de respuesta Ángela sale de la
alberca desnuda como estaba, no sabe si entregarse a los brazos del extraño
como tantas veces en sus sueños o correr despavorida. La casa del matrimonio de
guardeses se encuentra cerca; corre hacia ella, la ultima vez que estuvo allí
era una niña y no le gustó el olor a sangre de matanza del cobertizo, los
gritos de los cerdos. El terror voraz de estos impregnaba la pequeña hacienda,
conforme se acercaba de nuevo el hedor a sangre una reminiscencia de niñez, le
golpeó en la cara. Mira atrás una sola vez,
el hombre se acerca despacio pero sin pausa. “No me comas papá, no me lleves
contigo si quieres pero no me comas” el pensamiento de Ángela vuela y no
encuentra cabeza en la que colarse, en
ese último vistazo le parece intuir una sonrisa en la cara del hombre.
La puerta está atrancada desde dentro, por
entre las rendijas de la ventana la voz del hombre de las barbas, oscura, como
desde dentro de su cuerpo en el televisor se escucha sorda: “las victimas
aparecen diseccionadas a la perfección, círculos o simples tajos perfectos casi
geométricos en partes vitales del cuerpo”
Ángela corre al cobertizo que parece abierto
buscando refugio. El olor a sangre cada vez es más fuerte. La paja mojada se le
pega a los pies descalzos, está empapada de rojo. Una mesa de matanza y una
joven en ella que parece viva pero no lo está. Segundín con parsimonia de
cirujano rebana con cuidado una rodaja de tórax. Rosario agachada recoge en un
recipiente que parece sacado de un quirófano la sangre que brota.
“¡Esta aquí, coño! La niña está aquí, me cago
en la puta, joder” Rosario tira el
recipiente y se abalanza hacia Ángela con las manos desnudas, la agarra del
cuello para quitarle la vida.
Después todo se torna difuso, como si
estuvieran en el fondo del mar, más allá de Bajo de Guía, donde rondan los
pesqueros: son aguas turbias.
———— Ángela,
ahora vendrás conmigo- el hombre de la melena rubia sujeta la cara de la
joven- , no debes temer nada.
———— Lo sé
padre- Ángela pasa despacio los dedos por el símbolo bordado en el pecho, una H
atravesada.
Les espera un largo
camino, la carne de guardes, cortada con maestría de cirujano; según la tradición:
no les pudo sentar mejor.