30 de diciembre de 2018

La espera



 El autobús que lleva a la capital de la provincia se va perdiendo en el camino de tierra. Ya solo es un puntito ocre, los últimos rayos de sol refractan en sus cristales antes de doblar el camino. El cielo se llena de naranja, si levantas la nariz buscando la brisa se puede oler el salitre del mar.
No está en ningún lugar conocido, es un pueblo de paso donde los veraneantes no paran nunca. Campos de sandías, melones y vides secas ahora, ven pasar la flecha color orín desteñido de la compañía de autobuses “los Amarillos” con parada en las afueras del pueblo.
Ángela se queda  allí nunca mira  atrás aunque le gustaría, puede que alguna vez, cuando decida montarse en el autobús de los Amarillos por última vez una  mano le toque el hombro; la imagina fría como el espacio pero si se posara en ella el tiempo suficiente se tornaría calida como una estrella tanto como el sol, solo sería cuestión de tiempo que los genes hermanos se reconocieran unos a otros.
 “Quédate Ángela. He venido por ti, no te subas a ese autobús” Sería la voz en su imaginación. Y ella no lo haría le daría un abrazo fuerte y mientras durase el contacto con sus cuerpos la información de tantas cosas que hay allá arriba le llegaría aleada con el amor a su padre.
 La tarde torna a noche y regresa a su casa encalada. La televisión apenas consigue sintonizar uno de los dos canales, el otro cuando las ondas del mar lo permiten y manejando la antena, se deja ver de vez en cuando, a ella solo le interesa el de los domingos como hoy. La cena escasa da paso a las noticias y el rondón de las marismas; dos victimas se suman al merodeador que descuartiza a los que se topen con él. A los cuerpos le faltan trozos de carne como si hubiesen sido fileteados para su consumo, se habla de canibalismo y ritos satánicos por otra parte muy comunes según los supersticiosos en esta zona de viento de Levante que trastoca las cabezas.
 Suena la madera de la puerta, una llamada de noche y Ángela abre sin miedo. Es Segundín  el guardes de la finca donde se la deja malvivir, para este y Rosario su esposa, Ángela es como una hija, hace mucho tiempo que dejaron de esperar descendencia.
 Un vistazo para comprobar que todo está correcto, apenas hablan, Ángela es de pocas palabras.
 “Atranca bien la puerta Ángela” la voz de Segundín se agrava. Ángela espera que se marche y con cuidado deja el portón entreabierto “por si viene”.
 El hombre de las barbas tras la pantalla empieza su programa favorito hablando de civilizaciones perdidas y barcos en el cielo cuajados de luces. Muestra manuscritos, objetos imposibles fuera de su tiempo, rocas que lloran cuando se unen en círculos; ella se bebe toda la información esperando alguna señal que le indique que está de nuevo aquí.
 “No hicimos bien. No, no lo hicimos, recogiendo a esa criatura” masculla Segundín ante su mujer. “Está loca, esa chica, esta como una cabra. Somos viejos Rosario, no vamos a durar toda la vida y no sé que será de ella cuando no estemos. Allí estaba viendo en la televisión sus cosas. Ya sabes”. “Déjala marido, es trabajadora y buena persona, se que estudia por las noches y va al nocturno de San Lucas, la he visto llegar en los Amarillos, bueno, la verdad es que me lo ha contado. Está loca pero no es tonta. Ven aquí Segundín que te achuche”, el guardes se deja abrazar por Rosario, “Dios nos ha dado esta oportunidad es pronto, hay que esperar unos años”

 Los terrones secos de barro se escurren entre las rejas de goma de las cangrejeras y la radio colgada del asno desgrana, como la tierra en los zapatos, las noticias de “los crímenes de las marismas” uno a uno con toda clase de detalles escabrosos. Las victimas  se desparraman a lo largo del litoral, en un círculo que encierra a cinco pueblos. En total seis muertos en dos veranos.
 Ángela se sube la falda hasta las rodillas, las piernas están llenas de arañazos de arbustos secos y se las enjuaga con el agua de la alberca, después se lo piensa mejor, se quita el vestido y las bragas y se mete de golpe en el agua tibia que le llega por la cintura. Inclina la cabeza hacia atrás y durante un instante puede ver la luna en un día de sol de agosto.
 El hombre se acerca sin disimulo, la cabellera blanca y el rostro moreno, las chicharras se callan en el momento de su máxima actividad reproductora. Desde la alberca Ángela asoma los ojos por el poyete encallado. La figura del hombre se recorta en silueta a sus pasos una estática, un bramido eléctrico que solo se aprecia dentro de las cabezas, distorsiona el aire en volutas de movimiento; “es como si la realidad fuese un lienzo y alguien desde atrás lo moviera” pensó Ángela por otra parte tranquila, este es un acontecimiento que esperaba desde hace años. 
 “¿Vienes a comerme o llevarme?”.
 A falta de respuesta Ángela sale de la alberca desnuda como estaba, no sabe si entregarse a los brazos del extraño como tantas veces en sus sueños o correr despavorida. La casa del matrimonio de guardeses se encuentra cerca; corre hacia ella, la ultima vez que estuvo allí era una niña y no le gustó el olor a sangre de matanza del cobertizo, los gritos de los cerdos. El terror voraz de estos impregnaba la pequeña hacienda, conforme se acercaba de nuevo el hedor a sangre una reminiscencia de niñez, le golpeó en la cara. Mira  atrás una sola vez, el hombre se acerca despacio pero sin pausa. “No me comas papá, no me lleves contigo si quieres pero no me comas” el pensamiento de Ángela vuela y no encuentra cabeza  en la que colarse, en ese último vistazo le parece intuir una sonrisa en la cara del hombre.
 La puerta está atrancada desde dentro, por entre las rendijas de la ventana la voz del hombre de las barbas, oscura, como desde dentro de su cuerpo en el televisor se escucha sorda: “las victimas aparecen diseccionadas a la perfección, círculos o simples tajos perfectos casi geométricos en partes vitales del cuerpo”
 Ángela corre al cobertizo que parece abierto buscando refugio. El olor a sangre cada vez es más fuerte. La paja mojada se le pega a los pies descalzos, está empapada de rojo. Una mesa de matanza y una joven en ella que parece viva pero no lo está. Segundín con parsimonia de cirujano rebana con cuidado una rodaja de tórax. Rosario agachada recoge en un recipiente que parece sacado de un quirófano la sangre que brota.
 “¡Esta aquí, coño! La niña está aquí, me cago en la puta, joder”  Rosario tira el recipiente y se abalanza hacia Ángela con las manos desnudas, la agarra del cuello para quitarle la vida.
 Después todo se torna difuso, como si estuvieran en el fondo del mar, más allá de Bajo de Guía, donde rondan los pesqueros: son aguas turbias.

———— Ángela, ahora vendrás conmigo- el hombre de la melena rubia sujeta la cara de la joven- , no debes  temer nada.
———— Lo sé padre- Ángela pasa despacio los dedos por el símbolo bordado en el pecho, una H atravesada.
Les espera un largo camino, la carne de guardes, cortada con maestría de cirujano; según la tradición: no les pudo sentar mejor.


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