-Cuídese amigo
del cantar de sirenas-, grita desde la ventanilla el taxista filósofo al
viajante. Corre el pasajero hasta las puertas automáticas de la Terminal que ansiosas se
lo tragan mientras se sujeta el sombrero, de aquellos de los que aún lo
utilizan, de fieltro gris ladeado con gracia en un costado de la cabeza. Antes
de subir al taxi no lo llevaba.
-Me gustan los tipos con sombrero- se dijo el taxista filósofo para si y enfiló los ojos en un nuevo pasajero.
-Me gustan los tipos con sombrero- se dijo el taxista filósofo para si y enfiló los ojos en un nuevo pasajero.
La
mujer remolca un maletita con ruedas del mismo color que su vestido;
cortado en líneas hasta las rodillas, camisa blanca; el cabello negro recogido
en un moño doble.
-Lléveme
a la zona este por favor. Rápido, rápido taxista…- con un sordo murmullo en la
boca, se desmorona su voz en pequeñas partículas de sollozos, atomizadas en
grupúsculos de quejidos muy pequeños y distantes, ahogados en pañuelos de usar
y tirar, arrugados más tarde por la furia controlada de sus manos, olvidados
estos de su cuerpo al tirarlos por la ventanilla y rejuntados de nuevo en el
inconsciente de la memoria permanente. Donde van a parar los amores rotos, que
son todos.
Por el espejo retrovisor los ojos del taxista
se enmarcan en alineación matemática con los vanos de sus gafas de sol y
delante de estas, en el mundo no menos real de la realidad de fuera de los espejos,
la mujer lo observa a él.
-¿Le gustan los delfines? A todas las damas le
gustan los delfines. No conozco a ni una sola que los deteste- , se pronuncia el
taxista filósofo y se retrepa en lo hondo de la figura atómica de las bolas de madera
de su asiento. Se halla en su universo personal, en el cosmos sutil de su taxi.
Y todo aquel que encorve la testa al entrar por las puertas del taxi del
taxista filósofo olvida, sin remisión pero con cierta pausa, las leyes
naturales de la física terrenal. De tal modo a la mujer se le llenó el alma de
luces.
-Claro que me
gustan , créame no tengo el día para hablar y menos de delfines,
perdóneme. Sólo quiero que me lleve a la zona este lo antes posible.
La mañana es de esas de las antiguas. Es una
jornada infantil con esperanza de futuro, es uno de esos días de vacaciones, de
sesiones matinales en el cine y de regreso a casa con pedazos de hierba cosida
a los calcetines. La mujer mira por la ventana y un rayo de sol gemelo viola
el cristal de la ventanilla: los hexágonos se disparan por todos lados en los
colores del arco iris dibujados en su cara ; en el techo del taxi, en los
asientos gastados por miles de traseros.
El taxista filósofo encara la avenida rumbo al
este y por el camino se abren las flores en invierno y el resto del tiempo
transcurre en un silencio aceptado(los buenos taxistas saben cuando permanecer
callados).
La ciudad se queda muy atrás, se pierde en el horizonte transformándose en una línea borrosa trazada por lápiz de carpintero en su punta encarnada.
La ciudad se queda muy atrás, se pierde en el horizonte transformándose en una línea borrosa trazada por lápiz de carpintero en su punta encarnada.
-Cuando niño, llegué a pensar que este cuerpo
que hora me lleva no era mío. Esta circunstancia me causaba gran angustia,
miraba a mis progenitores como desconocidos me sentía, de cualquier manera
posible, como un delfín fuera del agua. Los chamanes dicen que el alma se está
asentando en esa extraña circunstancia que es el vivir – dijo el taxista a su
espejo retrovisor donde se encontraba la mujer.
-Sé de lo que
habla- respondió la mujer después de una sonrisa-. Me encuentro en una
situación parecida.
-No debe temer,
pasará, su alma quiso escapar y no es el momento.
Hemos llegado, la zona Este y allí está el
puerto, no me lo dijo pero es lo que busca. Solo una cosa, cuídese del canto de
los hombres.
-Lo haré, no le
quepa duda- la mujer se hace un lío entre las correas de su bolso, las piernas,
la maleta pequeña y la billetera.
La carretera se corta de un tajo y abajo el agua.
El velero se balancea como un columpio cadencioso, la mujer
embarca, el viento llena las velas : todo lo ve el taxista filósofo por
la ventana mágica del espejo retrovisor mientras voltea el letrero de “libre”.