Antropofobia




C no paró de hablar durante el trayecto. Su memoria estaba repleta de datos. No teníamos pruebas contra el sospechoso, pero las estadísticas no fallan. C es experto en esquemas estocásticos y estos apuntaban a Andrade.

—¿Irás a la fiesta de despedida del sargento? —me preguntó mientras conducía. Los limpiaparabrisas apenas cumplían su función; montañitas de nieve se acumulaban sobre ellos a cada instante.
—No, Charly, es mejor así, ya sabes…
—Yo voy a ir.
—Que te diviertas.
—¿Has dejado el tratamiento?
—Eso no te incumbe, Charly. Me cansas con tu paternalismo.
—“La imitación es el primer paso para alcanzar al maestro”.

Un collar para perros le ceñía el cuello. Estaba desnuda de cintura para arriba, no tenía zapatos y la nieve de la calle le mojaba los pies. Nos miró desde su pequeña altura y puedo jurar que cada pestañeo era una plegaria para que acabáramos con su vida.

—Síganme, el señor Andrade les espera en el salón. —La espalda estaba marcada con antiguas cicatrices de latigazos.

El pasillo, flanqueado por reproducciones del Jardín de las Delicias del Bosco, nos llevó a la blancura del comedor donde Andrade nos esperaba.

—Tomen asiento, caballeros.
—Preferimos permanecer de pie, gracias.
—¿También habla por su compañero?
—Charly es una máquina, no le importa.
—Oh, claro, lo imaginaba. Espero que todos los documentos estén en regla.

La niña se arrodilló al lado de Andrade. Se quedó allí, postrada como un perro.
Andrade era enjuto como un esqueleto, seco como una pasa, y le cubría una túnica rosada tan incongruente como unos ojos de muñeca pinchados en una cara de pergamino.
Aguanté las náuseas que me producía este tipo. La primera persona que trataba en un año, y tenía que ser un asqueroso pedófilo.

La estocasticidad se ha demostrado como una técnica infalible. Para nosotros, Andrade estaba rondando el mármol del juzgado. Solo necesitábamos pruebas, nada más (y nada menos), y el paradero de los infantes a los que dábamos por muertos.

—Se trata de una comprobación rutinaria —tomó la palabra Charly, aunque Andrade lo ignoraba.
—Pueden mirar donde quieran. Realizar análisis y exámenes a cada empleado.
—Esclavos —rectifiqué.
—Lo que quiera. Son máquinas, solo eso, máquinas.
—Prefiero hablar con usted.

Charly curioseó entre las vitrinas mientras Andrade lo seguía con la vista. Temía que mi compañero dejara caer algo o que el solo tacto de sus dedos infectara los trofeos.

—El caso es que desde el lunes pasado dos niños no duermen en sus camas. Esos hermanos viven en este barrio, justo un par de manzanas más allá.

Aparté las pesadas cortinas del salón. Pude atisbar cuerpos desnudos con la cabeza rapada: la reserva de Andrade.

—Agente…
—Pascal.
—Pascal, sí... Puede consultar mi expediente. Nunca he matado o abusado de manera sexual de un ser humano. Mi enfermedad fue descubierta a tiempo, y como puede comprobar, continúo en tratamiento, con seguridad para el resto de mis días.
—Usted no es un enfermo, Andrade.
—Puede engañarse con eso si quiere. Soberbio espécimen ese que le acompaña. Seguro que el departamento de policía no tendría reparos en aceptar una bonita suma por él. Ya se sabe lo bajos que son sus sueldos.

Charly tomó a Andrade por el brazo todo lo suave que pudo, teniendo en cuenta que puede ejercer una presión de unos cientos de kilos.

—LE RECUERDO QUE SOY UN AGENTE ESTATAL, SEÑOR. CUIDE SUS FORMAS —le recriminó C con su voz más profunda.
—¡Dígale que me suelte, Pascal! ¡Me va a romper el brazo! —chilló histérico el degenerado.
—Dígaselo usted.
—Suélteme, por, por favor —tartamudeó.
Charly le liberó y le ajustó la túnica, también le quitó un par de motas de polvo inexistentes. Después me guiñó un ojo.

Andrade se recompuso. Caminó despacio hasta la ventana. Fuera, los esclavos suministrados por el Estado vagaban desnudos en la nieve.

—¿Le disgusta el olor de la carne humana? Yo estoy ansioso cada día por poseerla. Sin embargo, usted reniega de ella. Se rodea de máquinas. Entiéndame, agente, soy un humanista.
—Es un cínico. Antes o después tendremos pruebas de sus crímenes. Es mejor acortar todo el proceso.
—Una visita rutinaria, me dijo su compañero. Las máquinas mienten mal, Pascal. Nunca le diría dónde están los cuerpos. Disfrutaría en mi celda como nunca, imaginando su cara. Recreándome en su angustia por encontrar aquello que le repugna. Le conozco bien, tengo acceso a mucha información.
—¡Dónde los guarda!
—¿De verdad le importa?

Como el que hace garabatos en un papel mientras piensa algo coherente para decir, Andrade pateó a su esclava con desgana. Esta se quejaba de una forma blanda. No vi lágrimas. Las máquinas no pueden llorar. Andrade se empezó a excitar.

—Esto es una máquina, Pascal —resollaba con el esfuerzo de astillar cada costilla de aquella desgraciada—. Pero a usted le duele más que si fuese un humano, ¿no es cierto?
—¡Déjela ya!

Le puso el pie a la niña sobre la cabeza. Apretaba para hacerla crujir contra el suelo. Hilillos de sangre (muy conseguida, de textura pesada) borboteaban de los oídos de su víctima.

Los niños esclavos/máquinas se arremolinaban curiosos, manchados de copos de nieve, las manos apretadas sobre el cristal. Tiré con fuerza del arma sujeta al costado y la enfilé apuntando su cabeza.

—¡Suéltela! Voy a disparar si no lo hace.
—Sigo mi tratamiento, agente.

Amartilla el revólver, le ordené a mi cerebro.
Cayó como un trozo de madera vieja, carcomida y porosa. Creí que flotaba antes de tocar el suelo. Muy extraño. Pues mi dedo permanecía congelado a un milímetro del gatillo. Me abalancé sobre aquel despojo de persona, dispuesto a reanimarlo. Le tomé la cabeza, soportando el asco que me producía esta situación. Andrade me miraba sin pestañear.

—¡No te mueras todavía, hijo de puta! Dime dónde están los niños, ¡habla, joder!

Acto seguido me estampó un beso en los labios antes de exhalar.
Charly me tocó el hombro para que me volviera. En su mano derecha, el revólver humeaba. C no está autorizado a portar armas, así que supuse que la había tomado de la vitrina de los trofeos.

—Te desmontarán, C.
—Lo sé. Siento no poder ir a la fiesta del sargento —me guiñó un ojo; su gesto especial de que todo está bien.
—¿Sabes lo que has hecho, Charly? No tiene lógica.
—La imitación es el primer paso para alcanzar al maestro.

Fuera, en el patio, los maniquíes retrocedieron sin apartar la vista de nosotros.
Se ocultaron entre un remolino de nieve espoleado por la ventisca. Dos de ellos quedaron pegados al cristal; estaban llorando.
Andrade se suicidó (al fin y al cabo, no mató a nadie en toda su vida). Yo fui el confesor y Charly el cilicio que expió sus virtuales pecados.
C era más persona que yo. Para acabar con la vida de un ser humano, sin ganar nada a cambio relacionado con la supervivencia, tienes que ser otro humano. Así funciona la cosa.
Ni aun las máquinas, ahora lo sé, tienen redención.
Después de lo acontecido he perdido de forma perenne el contacto con todos.

¿Qué somos? ¿Qué soy yo?
Un sistema autónomo, artificial, construido por mí mismo en base al resentimiento a una especie que asesina y tortura sin otro interés que su placer; sin duda, soy el mal.



Comentarios

  1. ¡tá bonito!,
    por cierto, felices fiestas navideñas petarderas.
    https://www.youtube.com/watch?v=aCh8-3o_Ej8

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