Recuerdo los girasoles

 


Recuerdo los girasoles, una alfombra oscura en el suelo, salpicada de tallos gruesos como brazos.

Desgranábamos el tiempo en interminables horas después de clase, hasta el anochecer, sin saber que moríamos poco a poco, asesinando nuestra infancia con juegos absurdos, trampas ocultas y mentiras bien estudiadas.

Una "Renault 4" blanca, rotulada en los costados de verde, coronada con una larga antena, recorría siempre el sendero buscando intrusos: el patrullero de Zona Este. La aventura consistía en franquear aquella antigua base militar aledaña al aeropuerto, donde antaño cargueros volantes vomitaban enormes paquetes atados con cintas. Permanecer escondidos para luego dejarnos ver, como asaltantes, bandoleros de diez años. Si el patrullero te atrapaba, llamarían a tus padres; eso no puede ocurrir, Juan, ¿lo recuerdas?

Nunca antes vimos al conductor, tan solo una sombra en el volante, así que esa tarde nos quedamos mudos de asombro cuando la chica del pelo rubio abrió la puerta del "cuatro latas", buscó algo entre los girasoles, se le transparentaban las bragas embutidas en un pantalón de hombre. Estábamos extasiados mientras aguantábamos la respiración. El olor a jaramago tierno nos llenaba las narices, y Juan se orinaba, como siempre que se ponía nervioso.

La mujer desenterró una bolsa de plástico y sopló sobre ella, dejando que la tierra cayera lentamente sobre su rostro pecoso. La chicharra del transmisor desde el vehículo se perdía, se perdía... un susurro acólchante y maléfico, un sonido de otro mundo en un lenguaje extraño. Sacó un cuchillo de unos veinte centímetros, y por un momento pensamos que correría hasta nosotros para desollarnos allí mismo; Juan se lo hizo encima.

Al mismo tiempo, los girasoles cedieron en oblicuo, acercando sus cabezas amarillas hasta la mujer, esperando un secreto, en intimidad compartida, un arcano entre las plantas y ella. De golpe, los sonidos del transmisor se esfumaron, llegó la noche y un último reflejo escapó de la hoja del machete.

Allí mismo, se cortó las venas y la sangre fluyó, mojando el suelo marrón. Te juro que los girasoles se inclinaron hasta el piso, en señal de acatamiento.

Lamió la herida y tornó en blanco los ojos, degustando su propio néctar. Con la lengua, apuró las últimas gotas chorreantes. Era granate, sin esas pequeñas pústulas blancas que se forman al respirar por la boca en vez de por la nariz.

La saliva se derramaba turgente y espesa. Juan olía a miedo, y ella pareció percatarlo.

Salimos corriendo en estampida mientras nos seguía. El hedor de Juan se le escapaba por los poros, dejando un rastro ocre, como el orín en sus pantalones.

El bloque de pisos quedaba muy lejos. Los jaramagos se nos enredaban en las piernas, Juan lloraba, pues se sabía víctima. Las luces del aeropuerto me recordaron la base a los pies de la montaña de Encuentros en la tercera fase. Más allá del bosque de eucaliptos, la película se hacía realidad en mi cabeza, y extraños experimentos con extraterrestres se llevaban a cabo.

Al fin llegamos a casa, sudorosos, y cada cual se hibernó en su cueva correspondiente, pero ¿qué fue de ti, Juan?

Una vez en la cama, seguía pensando en las luces del horizonte. En mi cabeza, el aeropuerto era solo un trampantojo para esconder algo secreto y peligroso.

Mi compañero solo ocupaba un pequeño retazo de mente, me mantenía en estado de shock letárgico, incólume a los daños, zombi hasta la salida del sol, demasiado para aceptarlo.

En clase, Juan llegó el último. Reía, bromeaba como siempre con esa cara bobalicona de vaca, enjundiosa a veces. Rodrigo, el profesor falangista, desgranaba uno de sus discursos. Para cualquiera es difícil disertar sobre física y hacer apología del bolchevismo/nacionalismo, no para él, siempre quedaba extasiado con este hombre. Todo transcurría con aparente normalidad.

Juan se sentó en un pupitre por delante y, en un momento dado, se volvió hacia mí. Sus ojos, ahora de color ambarino, que se acercaban a la fosforescencia de un insecto, no parecían humanos. Primero intentó esbozar una sonrisa, pero no logró dibujarla. Luego, su rostro trató de reflejar una mueca triste, con el mismo fracaso. Durante ese instante, Juan no era él mismo, sino algo extraño, buscando mi aceptación como si intentara ganar un permiso para reclamar su humanidad perdida.

"Déjalo, Juan, me das miedo, vuélvete", le susurré.
"Gomia me fiar te jada", me contestó con mi propia voz.

No entendía, de forma que lloré en silencio mientras ocultaba mi vista con las manos, dejando un hueco de carne en apariencia de tubo, con el que enfoqué el aeropuerto desde la ventana de la clase. De día no parecía igual, un cúmulo de piedras, y esta vez mi cuerpo no respondió al peligro. Me desmoroné en la silla y quise permanecer bajo la mesa hasta el final de la clase.

El maestro miró a Juan y asintió. Fue entonces cuando los girasoles invadieron mi mente, como si me recordaran algo mucho más oscuro y perturbador de lo que había presenciado aquella tarde.

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