30 de abril de 2015

El Edificio. Parte I


 

 

 

Cuando alguien se enfrenta a una entrevista de trabajo podría ser uno de los instantes más solitarios en la vida de una persona. Roberto Hinojosa, arquitecto, no tuvo ese problema por que lo reclutaron y no por ello dejó de sentirse solo. Roberto contempló, asomado a la ventana trasera del sedan negro que lo llevaba, las puertas de su oficina cerradas, “Por motivos personales durante tres meses”, el tiempo suficiente según la Administración para reestructurar, acondicionar y renovar el Edifico.

Se pintó de nubes negras el cielo despejado de domingo, oscuros goterones tamborilearon en el capó del vehículo un trueno se escucho lejano y el Edifico se abrió tragándose al sedan y sus ocupantes.

Los ciudadanos están obligados a no verlo. Que no lo “viera” no significa que no supiera. El Edificio estaba allí, en su cabeza y en la de todos; un recuerdo que ocupa un lugar físico aunque no se detecte con los sentidos; una evocación real para muchos que pasaron por él y ahora son los mismos pero son otros, en definitiva: Ciudadanos de bien.

Roberto estudió los planos durante un mes y no echó en falta a esposas o hijos que no tenía, sintió, eso sí, aprensión por sus clientes y la montaña de proyectos que dejaría sin acabar. Su secretario, Roberto no quería mujeres en su empresa, las buenas secretarías debían de rozar los cuarenta y si no estaban en casa cuidando del marido y los hijos no serían de fiar, tenía instrucciones para calmarlos; no estar al mando de sus asuntos le hacía salirse del pellejo.

El mes posterior a su reclutamiento tuvo acceso sin restricciones a la planta superior: despachos, archivos, cientos de fichas personales esperaban ser transcritas a las computadoras y un eficiente ejercito de funcionarios, con los que nunca se topó, se ufanarían en la tarea. Como un fantasma Roberto deambulaba entre las mesas, tomaba catas de las paredes, comprobaba el cableado, hacía saltar alguna que otra loseta del piso y volvía de nuevo a sus papeles. El Edifico adolecía de un buen mantenimiento, inyecciones de argamasa en sus cimientos; los pesos estaban descompensados y abundaban las grietas. La sala de computadoras estaba desfasada, no mantenía la temperatura suficiente y los armatostes, grandes como cachorros de elefante, se recalentaban; una habitación estaba acondicionada para el almacenamiento de lámparas pues estas se fundían a la mínima de cambio.

Comía solo en la cantina de personal, parecía que despejaban las zonas por donde él pasaba. Se quedaba absorto en los zeppelines que cruzaban el cielo, el "Espíritu de  Navidad" llegaba siempre en hora las 17: 30 ni un minuto antes o después, atracaba en el poste de la azotea del Remington. Roberto contemplaba esta maniobra de precisión desde el único ventanal del Edificio.

Nunca se cruzó con un “visitante” y menos aún con un “preso” desconocía como se “abastecía” el Edificio de ellos, no llegaban camiones, que él supiera, las vías del tren estaban desiertas a todas horas y los zeppelines pasaban de largo.

—¿Cuántas mujeres tiene Hinojosa?- le preguntó su custodio, un tal Malone de aspecto intimidante, al poco Roberto descubrió que era buena persona, un buen hombre de su casa.

—No estoy casado Malone.

—¡Eso es tan antisocial como tener una sola esposa Hinojosa! o más, yo diría que más. Yo tengo tres, una de ellas es mi prima, la más joven, un encanto de chica. Es un poco moderna, trabaja fuera de casa y todo, las demás se ocupan de los críos, este trabajo es duro Hinojosa, nada como llegar al castillo y que este se encuentre  como debe. Una buena cerveza y los niños corriendo a tus brazos.

—Le felicito Malone. Espero algún día tener todo eso, tiempo al tiempo,- mintió.

—¿Cuál es la diferencia ,Malone?-coló la pregunta de golpe esperando pillar desprevenido al custodio.

—¿Entre presos y visitantes, claro está?

—Claro está.- Imitó Roberto sin pretender ser irónico para conseguir todo lo contrario. Malone no lo tomó a mal de todas las maneras. Perecía con ganas de explicar aquel misterio que rondaba su cabeza desde niño.

—El Visitante llega al Edificio por voluntad propia, él sabe que algo no funciona de manera correcta en su sentido de la ciudadanía, le atormenta esa cuestión. Ingresa para curarse, el visitante puede marcharse cuando desee. Pasado el segundo nivel, el Encaste, ya no hay marcha atrás, pero da igual, el visitante, créame Hinojosa, prefiere seguir su tratamiento. Reconocida su culpa pasa a la categoría de Preso.

Cruzaron el pasillo central que lleva a los elevadores, bajo ellos los Tres Niveles: Recepción, Encaste y Ciudadanía. Por primera vez se adentraría en el corazón y razón de ser del Edificio. Todo fue un chasco, ni presos, ni visitantes. Los cuidadores rondaban para acá y para allá enfundados en monos amarillos, rojos o negros según el nivel., atareados en cosas que le parecieron absurdas. En una habitación tan grande como un hangar de zeppelín un encargado aleccionaba a una tanda de educadores novatos. Estaba subido en una rueda de caucho y gritaba. Sus palabras eran sacudidas sonoras, como golpes, marcaban un ritmo hipnótico, Roberto no entendió casi nada. Su curiosidad por ver algún preso o como mínimo un visitante se acrecentó.   

El encargado señaló una de las paredes, estaba acristalada, en filas de a dos hombres y mujeres la cruzaron. Si bien sus caras no mostraban felicidad, tampoco angustia o miedo. Sus cuerpos permanecían dignos, no se apreciaba desnutrición ni maltrato parecía un grupo de turistas visitando un museo.

—¡Esa es su materia prima cuidadores! : personas.- Gritó el encargado con más brío que antes-, les deben respeto, es un material más valioso que vosotros mismos, es la maquinaria que mueve el país. No lo olviden. Ahora son personas cuando abandonen el Edificio serán Ciudadanos.

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