Cloro
Amarré el cuello del técnico con el cable, tirando con fuerza de ambos lados; un murmullo escapó de sus labios y con él, la vida se le escurrió. El agua, que había sido mi enemiga durante tanto tiempo, me mantuvo aislado durante una semana. Estaba conectado a una máquina, esperando los resultados de un proceso que no entendía completamente, pero que ambos compartíamos: él, esperando saber si yo estaba listo; yo, esperando mi momento.
Me tumbaron al borde del vaso. Como un reptil, me dejé caer de costado y sentí cómo mis articulaciones se adaptaban al agua. Comencé a nadar, sin pensar en nada más. Nadie comentó nada sobre el "incidente". Eran cosas que pasaban en el CR, y el CR no existía.
Empecé a nadar temprano, mientras mi hermana destrozaba sus zapatillas de baile. Yo me sumergía en la piscina, aburrido, buscando algo que me distrajera de sus clases. Descubrí que el agua mantenía a raya a los fantasmas de mi enfermedad; era como si ahogar esas presencias fuera la única manera de liberarme de ellas. Recuerdo el primer mensaje, que comenzó a sonar en mi cabeza antes de cada transmisión: tres, dos, uno... Los tonos se sucedían en secuencias disonantes: “...es decir, de los cuerpos y sus representaciones en las almas, pues es preciso que la razón suficiente no tenga razón de otra razón ulterior y esté por fuera de una serie de cosas contingentes…”
Lo entendí, pero no completamente. El agua clorada era lo que mejor funcionaba para estas transmisiones, mientras que la agua salada o dulce, de lagos y ríos, interfería demasiado, distorsionaba los mensajes. Al principio pensé que estaba loco, que era telepatía, pero no; más tarde entendí que los mensajes fluían de más allá del Sistema Solar.
Una tarde de verano, se presentaron como predicadores, con una fe inquebrantable en su evangelio. Convencieron a mis padres de que esto sería lo mejor para mí. Ellos aceptaron sin dudarlo. Los problemas de un hijo lisiado se resolverían por completo si lo entregaban a la ciencia. Lo hicieron de buena gana. Y así, nunca volví a nadar solo. En la piscina del CR, otros como yo flotaban o buceaban, inmóviles, como troncos humanos suspendidos en el agua. Eso no me funcionaba. Me tapé la cabeza con el gorro de silicona y me sumergí. Al principio, mi nado era lento, con brazadas suaves, un calentamiento esperando el momento adecuado. En unos cinco minutos, mi cuerpo entró en ritmo. Imparable. En ese momento, los mensajes comenzaron a llegar.
“Se ve también que cada sustancia tiene una perfecta espontaneidad, que llega a ser libertad en las sustancias inteligentes…”
Los mensajes llegaban en oleadas al ritmo de mis movimientos. A medida que nadaba, comprendía que todo lo que decía mi mente era archivado, almacenado y estudiado. “La sesión de nado ha terminado por hoy, Marcos”, me dijeron a través de la transmisión, una oruga inmensa deslizándose por la gran manzana granate del espacio. La psique humana, ahora casi incomprensible, comenzaba a desmoronarse. Había algo en mí que ya no era humano. La poesía se desvaneció, reemplazada por prosa fría. No tenía amigos, solo contrincantes de tenis de mesa, personas que compartían la misma prisión, residentes como yo que habían vendido su libertad por contacto permanente con algo más allá de nuestro planeta. Por las noches, rezaba para que me llevaran con Ellos. Si podían hablarme, podrían ayudarme a escapar del CR, de mi enfermedad, de este planeta. Quería volar hacia ellos, conocerlos, liberarme.
Tras tanto tiempo en seco, deseaba retomar las sesiones de nado. El agua me conectaba con ellos, y por fin, cuando entré en contacto con ella, los mensajes se volvieron claros. Se hicieron comprensibles.
“…alguien nos escucha, Tom. El mensaje ha chocado con algo.”
¡Sí! ¡Sí, yo los escucho! ¡Quiero saber más! ¡Quiero estar con ustedes!
Seguí nadando, mi respiración era casi automática, mis movimientos fluidos. El corazón bombeaba sangre con fuerza, y mis brazos no dejaban de moverse, transmitiendo señales. Pero no respondían. Me centré más, con la esperanza de que las palabras tuvieran algún sentido. “Estamos condenados. Esta es la última transmisión hacia los confines de la Galaxia.”
¿La Galaxia? ¿Qué galaxia? ¿A qué se referían?
“¿Quién recordará alguna vez a la Tierra?” El mensaje se detuvo y el agua, ahora, se sumió en un silencio absoluto. La piscina se quedó en calma. Algo ya no encajaba. ¿La Tierra?
“Cierra el canal, Tom, hemos terminado…”
¿Eso es todo? ¿Quién me salva de este infierno? No entendía, pero el agua seguía.
Después de un largo silencio, una nueva transmisión llegó:
“Desde la base Nueva Tierra. Si eres capaz de sumar estos dos tonos, puedes ayudarnos. ¿Nos recibes?”
¡TRES, EL NÚMERO TRES!
Respondí, mi corazón acelerado, pero mis palabras ya no eran solo un eco. Había entendido: ya no estaba en la Tierra, nunca lo había estado.
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