Cuando alguien se enfrenta a una entrevista de trabajo
podría ser uno de los instantes más solitarios en la vida de una persona.
Roberto Hinojosa, arquitecto, no tuvo ese problema por que lo reclutaron y no
por ello dejó de sentirse solo. Roberto contempló, asomado a la ventana trasera
del sedan negro que lo llevaba, las puertas de su oficina cerradas, “Por
motivos personales durante tres meses”, el tiempo suficiente según la
Administración para reestructurar, acondicionar y renovar el Edifico.
Se
pintó de nubes negras el cielo despejado de domingo, oscuros goterones
tamborilearon en el capó del vehículo un trueno se escucho lejano y el Edifico
se abrió tragándose al sedan y sus ocupantes.
Los
ciudadanos están obligados a no verlo. Que no lo “viera” no significa que no
supiera. El Edificio estaba allí, en su cabeza y en la de todos; un recuerdo
que ocupa un lugar físico aunque no se detecte con los sentidos; una evocación
real para muchos que pasaron por él y ahora son los mismos pero son otros, en
definitiva: Ciudadanos de bien.
Roberto
estudió los planos durante un mes y no echó en falta a esposas o hijos que no
tenía, sintió, eso sí, aprensión por sus clientes y la montaña de proyectos que
dejaría sin acabar. Su secretario, Roberto no quería mujeres en su empresa, las
buenas secretarías debían de rozar los cuarenta y si no estaban en casa
cuidando del marido y los hijos no serían de fiar, tenía instrucciones para
calmarlos; no estar al mando de sus asuntos le hacía salirse del pellejo.
El
mes posterior a su reclutamiento tuvo acceso sin restricciones a la planta
superior: despachos, archivos, cientos de fichas personales esperaban ser
transcritas a las computadoras y un eficiente ejercito de funcionarios, con los
que nunca se topó, se ufanarían en la tarea. Como un fantasma Roberto
deambulaba entre las mesas, tomaba catas de las paredes, comprobaba el
cableado, hacía saltar alguna que otra loseta del piso y volvía de nuevo a sus
papeles. El Edifico adolecía de un buen mantenimiento, inyecciones de argamasa
en sus cimientos; los pesos estaban descompensados y abundaban las grietas. La
sala de computadoras estaba desfasada, no mantenía la temperatura suficiente y
los armatostes, grandes como cachorros de elefante, se recalentaban; una
habitación estaba acondicionada para el almacenamiento de lámparas pues estas
se fundían a la mínima de cambio.
Comía
solo en la cantina de personal, parecía que despejaban las zonas por donde él
pasaba. Se quedaba absorto en los zeppelines que cruzaban el cielo, el
"Espíritu de Navidad" llegaba siempre en hora las 17: 30
ni un minuto antes o después, atracaba en el poste de la azotea del Remington.
Roberto contemplaba esta maniobra de precisión desde el único ventanal del
Edificio.
Nunca
se cruzó con un “visitante” y menos aún con un “preso” desconocía como se
“abastecía” el Edificio de ellos, no llegaban camiones, que él supiera, las
vías del tren estaban desiertas a todas horas y los zeppelines pasaban de
largo.
—¿Cuántas
mujeres tiene Hinojosa?- le preguntó su custodio, un tal Malone de aspecto
intimidante, al poco Roberto descubrió que era buena persona, un buen hombre de
su casa.
—No
estoy casado Malone.
—¡Eso
es tan antisocial como tener una sola esposa Hinojosa! o más, yo diría que más.
Yo tengo tres, una de ellas es mi prima, la más joven, un encanto de chica. Es
un poco moderna, trabaja fuera de casa y todo, las demás se ocupan de los
críos, este trabajo es duro Hinojosa, nada como llegar al castillo y que este
se encuentre como debe. Una buena cerveza y los niños corriendo a
tus brazos.
—Le
felicito Malone. Espero algún día tener todo eso, tiempo al tiempo,- mintió.
—¿Cuál
es la diferencia ,Malone?-coló la pregunta de golpe esperando pillar
desprevenido al custodio.
—¿Entre
presos y visitantes, claro está?
—Claro
está.- Imitó Roberto sin pretender ser irónico para conseguir todo lo
contrario. Malone no lo tomó a mal de todas las maneras. Perecía con ganas de
explicar aquel misterio que rondaba su cabeza desde niño.
—El
Visitante llega al Edificio por voluntad propia, él sabe que algo no funciona
de manera correcta en su sentido de la ciudadanía, le atormenta esa cuestión.
Ingresa para curarse, el visitante puede marcharse cuando desee. Pasado el
segundo nivel, el Encaste, ya no hay marcha atrás, pero da igual, el visitante,
créame Hinojosa, prefiere seguir su tratamiento. Reconocida su culpa pasa a la
categoría de Preso.
Cruzaron
el pasillo central que lleva a los elevadores, bajo ellos los Tres Niveles:
Recepción, Encaste y Ciudadanía. Por primera vez se adentraría en el corazón y
razón de ser del Edificio. Todo fue un chasco, ni presos, ni visitantes. Los
cuidadores rondaban para acá y para allá enfundados en monos amarillos, rojos o
negros según el nivel., atareados en cosas que le parecieron absurdas. En una
habitación tan grande como un hangar de zeppelín un encargado aleccionaba a una
tanda de educadores novatos. Estaba subido en una rueda de caucho y gritaba.
Sus palabras eran sacudidas sonoras, como golpes, marcaban un ritmo hipnótico,
Roberto no entendió casi nada. Su curiosidad por ver algún preso o como mínimo
un visitante se acrecentó.
El
encargado señaló una de las paredes, estaba acristalada, en filas de a dos
hombres y mujeres la cruzaron. Si bien sus caras no mostraban felicidad,
tampoco angustia o miedo. Sus cuerpos permanecían dignos, no se apreciaba
desnutrición ni maltrato parecía un grupo de turistas visitando un museo.
—¡Esa
es su materia prima cuidadores! : personas.- Gritó el encargado con más brío
que antes-, les deben respeto, es un material más valioso que vosotros mismos,
es la maquinaria que mueve el país. No lo olviden. Ahora son personas cuando
abandonen el Edificio serán Ciudadanos.