Ascenso (música de Kaufer)
Y es que, para verla, había que subir. Detalles de color y forma se apretujaban en las neuronas del recuerdo.
Una escalera de barro viejo, con perfil de hierro en los bordes —retorcida en las esquinas y recta al final, en forma de pasarela— iniciaba el camino hacia una nueva dimensión.
Un cosmos de telas frescas, colgadas en alambres que respiran buscando el aire de la mañana que se va. Para llegar hasta aquí, hay que subir no solo la escala: también los sentidos. Si fuese de otra manera, no podrías verla. Estarías ciego.
En una parte de la calle se quedaban los balcones, colgados de un solo lado, en extraño equilibrio. Tapados con persianas en verano o recogidas estas en invierno con cuerda de plástico verde: un rodillo de tablas sobre las cabezas.
Se podía escuchar a las madres llamar a los cachorros a refugio, y sus quejidos, haciendo eco en las paredes de cal —el túnel blanco donde viven los escalones— llegaban a los oídos durante el ascenso. Un último peldaño, y ya todo quedaba sordo.
Una brisa tenue silbaba al pasar por la madera del marco sin puerta.
Al otro lado: un desierto de techos, dunas de teja que se perdían en el infinito. Se podía imaginar, por aquel entonces, que caminando por ellas se llegaría hasta el final.
Donde se encontraba, sin tocar nunca el suelo: la torre.
Para llegar hasta aquí, hay que subir no solo la escala: también los sentidos. Si fuese de otra manera, no podrías verla. Estarías ciego.
La ciudad, de amarillo, resplandecía antes de ocultarse.
Allí, con los brazos apoyados en el muro salpicado de detritus de palomas, y la inmutable verdina entre el granito —de humedades secas de varios inviernos— se presentaba al escalador: La Torre.
Un poco de luz en la mente de Luis Antonio Santana.
ResponderEliminarDel negro al amarillo sin pasar por el rojo sangre.
Cada ventana tiene un filtro de color.
Me gustó.
¿Es el amarillo el color del movimiento mimético?
ResponderEliminar