JUMP





El humo bajaba del techo en capas gruesas, en cascada, pegajoso, lleno de hollín, negro y tenebroso. En pocos minutos, quedamos a oscuras y solo los LED de las máquinas rompían con sus centelleos la oscuridad de un pasillo interminable que nos llevaba al cadalso.

Las llamas, al otro lado de las paredes, recalentaban la estancia, y el sofoco nos hizo toser sin pausa, una tos asmática de supervivencia donde cada músculo luchaba por escapar de la muerte. Sabías que era tarea imposible, pero el cuerpo no dejaba de buscar un escape. Nos manteníamos agarrados unos a otros, formando un tren infantil. Nadie hablaba.

Al final del pasillo de humo, como en las leyendas, nos encontramos con el agujero de luz. No era otra cosa que una pared derruida, por donde la niebla negra escapaba a borbotes. Una brisa suave nos revivió por unos segundos. Los rayos del sol se abrían paso entre los vanos de la humareda como brazos de oro, guiándonos al destino más escandaloso e inimaginable de los habitantes de la planta 99.

Nuestras vidas pasadas ya no tenían sentido. Desde que comenzó el incendio, todo mutamos a habitantes de la planta 99. Pequeñas vidas de veinte minutos; como las moscas. En el planeta planta 99, todos éramos insectos nacidos minutos antes. Nuestro único alimento: el oxígeno. Sin opción a reproducción, nacimiento ni muerte. Solo existíamos en un pasillo oscuro, vomitados al final por la boca rota de la planta 99, hacia el exterior, volaríamos. Crisálidas hechas mariposas en vuelo rasante con la pared vertical, de camino al suelo de asfalto 1000 metros más abajo.

Y subido en una robusta mesa de roble, con las mangas de la camisa remangadas hasta los codos para dar mayor movilidad a los mismos: el hombre de la maza.

Mantenía su corbata atada con experta sujeción al cuello. La chaqueta de traje caro descansaba sobre la mesa, dispuesta para evitar cualquier arruga. Le brillaba la frente por el calor y el esfuerzo. A sus pies, en fila, al menos diez habitantes de la planta 99 aguardaban su turno. Subían de uno en uno a la mesa, mientras el aire fresco de otoño se colaba por el hueco de la pared. El hombre de la maza les dejaba así, que contemplaran el perfil de la ciudad, el sol que despunta, el paso de las golondrinas buscando el invierno, el calor de miles de almas de la ciudad al despertar. A esa distancia, no se oían las sirenas ni el murmullo ahogado de los espectadores, ni el estampido de los cuerpos contra el suelo.

El hombre de la maza aguardaba, disfrutando de esta felicidad difusa, este anhelo por la vida que se deja atrás. El repaso en segundos de todo lo pasado le pertenecía a su cliente. Llegado el momento, el hombre de la maza sabía cuándo. Subía sus poderosos brazos hasta el cielo negro de hollín, la punta roma del martillo tocaba su espalda, y, con un golpe seco y sonoro, el único sonido en aquel rincón de la planta 99, rompía el cráneo del cliente que caía hacia el suelo a una velocidad de 20 metros por segundo.

En ocasiones, el cliente prefería mantenerse consciente antes del salto. Entonces, el hombre de la maza dejaba su herramienta y se acercaba al oído del cliente. Nunca supe qué clase de confidencias le contaron, pero todos los que optaron por este método lo hicieron. El hombre de la maza asentía, como un confesor. Una vez soltó una carcajada, y el cliente lo abrazó. Después, un leve empujón casi imperceptible, pues esta clase de clientes confiaban en volar sin ayuda.

Asumí mi puesto en la fila detrás de una mujer anciana. Ella se volvió hacia mí, las lágrimas se precipitaban por su rostro y pensé en mi cuerpo de camino al suelo. Sonreí. Estaba feliz.

—Aquí se puede respirar, es una bendición esa brisa que entra, ¿no cree? —dijo, su voz quebrada por la emoción.

—Sin duda, señora —respondí, y me agarró la mano con fuerza.

—Béseme, joven.


R.I.P / 11S




  

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